Era el domingo que abría la segunda quincena del mes de febrero. La mañana pintaba fresca, pero por suerte para el maestro López Farfán ese día no tocaba madrugar. Aun así, había dejado preparados sobre el gabán junto a la puerta su elegante abrigo de paño y la inevitable mascota que todo el mundo lucía sobre las sienes en aquellos felices años veinte. A D. Manuel le gustaba pasear por su ciudad en sus ratos de ocio, sobre todo desde que había regresado a ella tras cumplir sus obligaciones militares en diversos destinos demasiado alejados de la sombra de la Giralda. Pero, antes de salir, debía concluir una composición en la que andaba enfrascado. Bien sabía que no había que desdeñar las peticiones de las hermandades, y más de aquéllas con las que se había comprometido a través de la prestigiosa Banda de Música del Regimiento de Infantería Soria nº 9, de la que nuestro protagonista lucía la batuta como Músico Mayor. Era el caso de la cofradía de la Hiniesta, a la que además le unía un lazo personal.


Mientras releía la partitura y sus triunfales melodías sonaban en su cabeza, no pudo evitar sentir la emoción al pensar cómo reaccionaría el público cuando se estrenase aquel próximo 5 de abril, el Domingo de Ramos. Aún estaba fresco el recuerdo del año anterior, cuando la muchedumbre congregada en la plaza del Salvador pidió con fervor la repetición de aquellos Pasan los Campanilleros tras recogerse el palio de color guinda de la Virgen del Socorro. Con esta obra había logrado reformular el concepto de marcha procesional y este 1925 iba a dar otra vuelta de tuerca, propiciando un mayor protagonismo de las cornetas y con la introducción de timbres tan inusuales en una cofradía como la ocarina y el violín, uno de sus instrumentos predilectos a la luz de su abundante producción musical para él. Al repasar meticulosamente cada compás, comparando el manuscrito de su puño y letra con la versión de su fiel copista Molina que iba a entregar esa misma mañana, evocó cómo y cuándo surgió la inspiración. Vayamos a ese momento.
Las jornadas en el cuartel de San Hermenegildo eran intensas, y más desde la llegada del músico nacido en el barrio de San Bernardo, perfeccionista como pocos. Es por ello que, a la conclusión, muchos optaran por sentarse a refrescar la garganta en alguna de las bodegas y tabernas cercanas. Los había que iban a la recién abierta Horchatería La Alicantina en la Plaza del Salvador, otros buscarían la solera de la Bodega de San Lorenzo y así en la dirección que a cada cual mejor le viniera. En el caso del maestro Farfán su predilección estaba bien cerca del acuartelamiento. En la misma calle de las Palmas, que muchos seguían llamando así aunque desde 1900 se había titulado en honor al Señor del Gran Poder, había un establecimiento de lo más distinguido, según su propia publicidad destacaba. Además de la gente de paso, sus parroquianos eran tanto militares como los procedentes del cercano Centro Obrero de Instrucción y Recreo, que se había fundado décadas atrás en la vecina Aponte. Nuestro compositor, que parecía tener especial afecto por el néctar de la uva, lo frecuentaba hasta el punto de haber entablado amistad con Marcos Borbolla, gerente del negocio.


A él asistía también un tal Francisco Camero, ya que La Vinícola –así se llamaba– se encontraba en el camino de regreso de su pescadería en la calle Trajano y su domicilio en Murillo, en la collación de la Magdalena. Francisco y Marcos tenían como nexo común su pertenencia a la hermandad de la Hiniesta. Esta cofradía precisamente este año tendría como acompañamiento musical a la banda de Soria 9, que regresaba tras unos años de ausencia. Justo por eso, alguna de las animadas tertulias improvisadas al calor de un vaso de vino y degustando los afamados “Huevos Marquito” había versado sobre lo bien que iría ese año el paso de palio. El maestro Farfán tomó el guante y se comprometió a realizar una composición para la Dolorosa de San Julián. Dicho y hecho, allí mismo esbozó las primeras ideas sobre el papel pautado. Más tarde, con el cariño que ponía en todas sus obras, la perfeccionó y completó en su estudio y la fue probando con sus músicos hasta darla por concluida. La poderosa entrada de las cornetas y tambores, hasta el punto de que la música –el resto de las voces– quedaría relegada al acompañamiento, seguro que no iba a dejar a nadie indiferente.
Volvemos a aquella mañana del día 15 y nuestro músico abandona su casa en la calle González Cuadrado, entre la plaza de los Carros y la parroquia de Omnium Sanctorum. Al salir a la anchura de Feria y caminar en dirección a Relator asomaba al fondo la torre de la fábrica de perdigones, que por ser domingo no emitía el humo que tan característica la hacía el resto de la semana. Con cuidado ante los carruajes y los cada vez más numerosos automóviles que circulaban, tomó por Relator para avanzar hacia las murallas. Una vez allí, se acercó a la plaza de San Julián, donde lo esperaba el propio Camero con otros oficiales de la cofradía. Hecha la entrega formal de las partituras, todos lo celebraron en la cercana Casa Cornelio, junto a la Puerta de la Macarena. Un brindis por el próximo 5 de abril, que pasaría a la posteridad. Pero eso ya es otra historia.
José María Pinilla
Febrero 2025


Si no recuerdo mal es la primera marcha para paso de palio que incorpora cornetas. El trio es sencillamente inmejorable. Grandes recuerdos de mi infancia.. Un lujo y un orgullo para los hiniestos