EL MARTILLO QUE LLAMA AL CORAZÓN

No contamos nada desconocido si decimos que muchos cofrades tenemos una particular cuenta atrás hasta la llegada del día soñado en el corazón, que para quienes sentimos en azul y plata no es otro que el Domingo de Ramos. Si esto se cumple cualquier año, la cosa se intensifica aquéllos después de una estación penitencial frustrada por la lluvia. La paciencia se pone más a prueba una vez que las semanas parecen tener más días que los que por lógica le corresponden. Con verdadera felicidad arrancamos las hojas del calendario hasta que ya se atisba cercano el día que hace de meta en nuestro largo camino.

Se cumplirán todos los ritos establecidos en la tradición para que, finalmente, el deseo se haga realidad y nos revistamos con la túnica, el costal, la dalmática o el traje que nos corresponda en función de nuestro puesto en la cofradía. La llegada a San Julián es el reencuentro con lo eterno. Acudiremos al lugar asignado según dicte la papeleta de sitio y se sucederán los saludos con quienes tal vez no veamos salvo ese día en el año, el deseo de una buena estación de penitencia, la mirada furtiva al cielo a través de la puerta que da a la Moravia, el intercambio de estampas, el sentimiento de la cercanía de los ausentes y la última oración ante los Sagrados Titulares. Pero todo eso queda en suspenso con un aldabonazo con el que llega por fin el instante anhelado. Se detiene el tiempo, se abren las puertas del paraíso y el cielo baja a la tierra cuando suena el llamador del paso del Cristo de la Buena Muerte. La banda ultima las partituras en las que volcó su cariño el maestro Peralto, todos los ojos se vuelven hacia el Hijo de Dios, ante el cual se arrodilla su más fiel seguidora, bajo las trabajaderas el amor se hace tensión y la expectación se palpa entre los antiguos muros de la parroquia. Apenas otro golpe del llamador y todo habrá comenzado un año más.

Pero dejemos por un momento la escena congelada –nos valdremos de una licencia literaria– para acercarnos a apreciar las manos del capataz, que agarran con firmeza su herramienta de trabajo. El llamador cuyo sonido ha desencadenado lo narrado tiene un especial simbolismo. En consonancia con las líneas clásicas que presiden el diseño del paso de Cristo, esta pieza es de una sencillez no acostumbrada en nuestras cofradías. Se trata de un martillo –y no es terminología de capataces y costaleros sino algo literal–, de un martillo de orfebre. Como sabemos, el conjunto fue concebido por el prestigioso Cayetano González, al que el apelativo “orfebre” no le hacía justicia, pues su creatividad excedía una sola disciplina artística. Las andas, de inspiración renacentista, transmiten una enorme placidez en justa armonía con el sosiego de la Buena Muerte del Señor. En cuanto a lo que nos ocupa, el genial maestro quiso regalar a la hermandad su útil más preciado, aquél con el que cinceló innumerables joyas para nuestras cofradías, su martillo de orfebre. De este modo, cada golpe, cada esfuerzo en el taller, cada paso hacia la perfección soñada para coronas, potencias, andas procesionales o altares en honor al Señor y su Madre quedan recogidos en nuestro llamador. Cada vez que el capataz lo hace sonar, no únicamente está dando una orden a sus costaleros, sino que está reviviendo la entrega de los que han hecho y siguen haciendo posible el arte sacro de nuestra Semana Santa.

Se levantará pues el paso del Redentor y recorrerá pausada y delicadamente el trayecto hasta donde está entronizada su bendita Madre. Los acordes de Hiniesta y de Cristo de la Buena Muerte nos elevarán aún más a la gloria. Habrá lágrimas, suspiros, recuerdos, abrazos, rezos y promesas. Nos embargará un complicado sentimiento de no querer que ese instante termine, pero, a la vez, de desear verlo cruzar la ojiva de nuestros corazones para recibir el triunfante sol del Domingo más hermoso del calendario. Saldrá a la calle el Campeón –permítase el cariñoso apelativo– para bendecir a Sevilla. Y volverá a sonar el martillo de Cayetano para acompañar cada levantá y cada arriá hasta que, con el abrigo de la noche, la cofradía regrese a su casa y se silencien sus golpes hasta el año que viene. Será el momento de pedirle a Él que nos permita estar en ese momento o, al menos, que nos abra un hueco en el balcón de los hiniestos del cielo.

José María Pinilla Gómez

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